En 135 a.C., el Senado romano eligió a Escipión para doblegar a Numancia, la ciudad celtíbera que llevaba veinte años resistiendo a las legiones. Sus habitantes prefirieron morir antes que rendirse.
Los numantinos resistieron el poder de las legiones de Roma durante veinte años, hasta la llegada de Escipión, un implacable general que logró rendir la ciudad por hambre. Publio Cornelio Escipión sería recordado por los romanos, según el historiador Valerio Máximo, como el hombre que «barrió de la faz de la tierra a los dos ciudades que más amenazaban el poderío de Roma». Esas dos ciudades fueron Cartago (cerca de la actual Túnez), conquistada y destruida por Escipión en 146 a.C., y Numancia (próxima a Soria), la ciudad celtíbera que el mismo general conquistó y destruyó trece años después.
A primera vista, esta equiparación entre la poderosa capital cartaginesa y Numancia, «una ciudad bárbara y pequeña, de escasa población» -según el historiador Apiano-, podría parecer una licencia retórica. Pero esa impresión desaparece si se sigue la historia del «largo y difícil conflicto» que Roma tuvo que afrontar en Hispania, una guerra de veinte años de duración que exasperó a los romanos como ninguna otra, y que sólo terminó gracias al talento y la fuerza de ánimo de uno de los más grandes generales de la historia.
El origen del conflicto se sitúa en la llamada guerra celtibérica (154-151 a.C.), que enfrentó por primera vez a los romanos con los pueblos de la Celtiberia, asentados entre el curso alto del Duero y el Ebro medio: titos, belos y, especialmente, arévacos. La ciudad más importante de estos últimos era Numancia, que se levantaba en lo que hoy es el término de Garray, a ocho kilómetros de Soria. Situada en un montículo que dominaba la unión del Duero y dos de sus afluentes, y que constituía una excelente posición defensiva, Numancia acogió desde el inicio de la contienda a los guerreros de otros pueblos vecinos, y se convirtió en el símbolo de la resistencia celtíbera frente a Roma.
Los sucesivos gobernadores romanos -pretores o cónsules que se renovaban cada año- atacaron repetidamente la plaza, pero no lograron conquistarla. Todo lo contrario: los arévacos concentrados en Numancia infligieron a los ejércitos romanos derrota tras derrota, humillación tras humillación. «Apenas si había romano que resistiera la mirada y la voz de un numantino», comenta el historiador Floro. Llegaron incluso a infundir temor en la ciudadanía de Roma. El historiador Polibio, que bautizó este conflicto como «guerra de fuego», escribe que «era claro que aquella guerra los acobardaba y entre los jóvenes cundió un desánimo extraño», por lo que trataban de evitar que los alistaran para la guerra en Hispania.
Después de cuatro años de fracasos, los romanos aceptaron dejar en paz a Numancia a cambio de una compensación simbólica en forma de rehenes y dinero. Durante los años siguientes, los romanos estuvieron ocupados intentando sofocar otro «incendio» en el sur de la Península: la guerra contra Viriato, en Lusitania. En 144 a.C., las «llamas» de ese conflicto se extendieron hacia el norte y llegaron a Celtiberia, donde Viriato incitó a arévacos, titos y belos a rebelarse contra Roma. Éste fue el origen de lo que los historiadores antiguos denominan «guerra numantina» y que en realidad constituía el segundo y último episodio de la «guerra celtibérica» iniciada diez años antes.
Otra vez los celtíberos se concentraron en Numancia, y de nuevo Roma se sintió impotente frente a los numantinos, a pesar de que envió uno tras otro a sus cónsules anuales al frente de grandes contingentes de infantería y caballería: Quinto Cecilio Metelo, Quinto Pompeyo, Marco Popilio Lenas, Cayo Hostilio Mancino... Este último, gobernador en 137 a.C., se dejó sorprender por los numantinos y al ver sitiado a su ejército no tuvo más remedio que aceptar un tratado de paz, «de igual a igual», entre Numancia y Roma. Los romanos no recordaban un revés parecido desde la batalla de las Horcas Caudinas, casi doscientos años antes, cuando los samnitas derrotaron a varias legiones romanas y obligaron a su general, Herenio, a aceptar una humillante rendición.
Siguieron tres años de tregua en que los sucesivos gobernadores romanos prefirieron dedicarse a saquear las tierras limítrofes a las de los numantinos. Cuando el último de estos gobernadores, Cneo Calpurnio Pisón, acabó su mandato a finales de 135 a.C., se retiró con su ejército a la Carpetania (las tierras de los carpetanos, en la zona de Toledo) para pasar el invierno.
El sustituto de Calpurnio fue Publio Cornelio Escipión Emiliano. En 133 a.C., tras ocho meses de duro asedio, Numancia se rindió al gobernador de Hispania. La mayoría de sus habitantes se suicidó antes que caer en manos romanas. La ciudad fue destruida y los numantinos que quedaron con vida fueron esclavizados.
Los numantinos resistieron el poder de las legiones de Roma durante veinte años, hasta la llegada de Escipión, un implacable general que logró rendir la ciudad por hambre. Publio Cornelio Escipión sería recordado por los romanos, según el historiador Valerio Máximo, como el hombre que «barrió de la faz de la tierra a los dos ciudades que más amenazaban el poderío de Roma». Esas dos ciudades fueron Cartago (cerca de la actual Túnez), conquistada y destruida por Escipión en 146 a.C., y Numancia (próxima a Soria), la ciudad celtíbera que el mismo general conquistó y destruyó trece años después.
A primera vista, esta equiparación entre la poderosa capital cartaginesa y Numancia, «una ciudad bárbara y pequeña, de escasa población» -según el historiador Apiano-, podría parecer una licencia retórica. Pero esa impresión desaparece si se sigue la historia del «largo y difícil conflicto» que Roma tuvo que afrontar en Hispania, una guerra de veinte años de duración que exasperó a los romanos como ninguna otra, y que sólo terminó gracias al talento y la fuerza de ánimo de uno de los más grandes generales de la historia.
El origen del conflicto se sitúa en la llamada guerra celtibérica (154-151 a.C.), que enfrentó por primera vez a los romanos con los pueblos de la Celtiberia, asentados entre el curso alto del Duero y el Ebro medio: titos, belos y, especialmente, arévacos. La ciudad más importante de estos últimos era Numancia, que se levantaba en lo que hoy es el término de Garray, a ocho kilómetros de Soria. Situada en un montículo que dominaba la unión del Duero y dos de sus afluentes, y que constituía una excelente posición defensiva, Numancia acogió desde el inicio de la contienda a los guerreros de otros pueblos vecinos, y se convirtió en el símbolo de la resistencia celtíbera frente a Roma.
Los sucesivos gobernadores romanos -pretores o cónsules que se renovaban cada año- atacaron repetidamente la plaza, pero no lograron conquistarla. Todo lo contrario: los arévacos concentrados en Numancia infligieron a los ejércitos romanos derrota tras derrota, humillación tras humillación. «Apenas si había romano que resistiera la mirada y la voz de un numantino», comenta el historiador Floro. Llegaron incluso a infundir temor en la ciudadanía de Roma. El historiador Polibio, que bautizó este conflicto como «guerra de fuego», escribe que «era claro que aquella guerra los acobardaba y entre los jóvenes cundió un desánimo extraño», por lo que trataban de evitar que los alistaran para la guerra en Hispania.
Después de cuatro años de fracasos, los romanos aceptaron dejar en paz a Numancia a cambio de una compensación simbólica en forma de rehenes y dinero. Durante los años siguientes, los romanos estuvieron ocupados intentando sofocar otro «incendio» en el sur de la Península: la guerra contra Viriato, en Lusitania. En 144 a.C., las «llamas» de ese conflicto se extendieron hacia el norte y llegaron a Celtiberia, donde Viriato incitó a arévacos, titos y belos a rebelarse contra Roma. Éste fue el origen de lo que los historiadores antiguos denominan «guerra numantina» y que en realidad constituía el segundo y último episodio de la «guerra celtibérica» iniciada diez años antes.
Otra vez los celtíberos se concentraron en Numancia, y de nuevo Roma se sintió impotente frente a los numantinos, a pesar de que envió uno tras otro a sus cónsules anuales al frente de grandes contingentes de infantería y caballería: Quinto Cecilio Metelo, Quinto Pompeyo, Marco Popilio Lenas, Cayo Hostilio Mancino... Este último, gobernador en 137 a.C., se dejó sorprender por los numantinos y al ver sitiado a su ejército no tuvo más remedio que aceptar un tratado de paz, «de igual a igual», entre Numancia y Roma. Los romanos no recordaban un revés parecido desde la batalla de las Horcas Caudinas, casi doscientos años antes, cuando los samnitas derrotaron a varias legiones romanas y obligaron a su general, Herenio, a aceptar una humillante rendición.
Siguieron tres años de tregua en que los sucesivos gobernadores romanos prefirieron dedicarse a saquear las tierras limítrofes a las de los numantinos. Cuando el último de estos gobernadores, Cneo Calpurnio Pisón, acabó su mandato a finales de 135 a.C., se retiró con su ejército a la Carpetania (las tierras de los carpetanos, en la zona de Toledo) para pasar el invierno.
El sustituto de Calpurnio fue Publio Cornelio Escipión Emiliano. En 133 a.C., tras ocho meses de duro asedio, Numancia se rindió al gobernador de Hispania. La mayoría de sus habitantes se suicidó antes que caer en manos romanas. La ciudad fue destruida y los numantinos que quedaron con vida fueron esclavizados.
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